Ricardo Piglia
.1 homenaje
La colección de cuentos que iba a escribir y que debía leerse como una novela aunque cada una de sus piezas fuesen cuentos solamente y debieran apreciarse también así; lo que iba a hacer cuando ya todo estuviera tranquilo y no tuviera problemas económicos; las fotos de las fiestas y los días buenos; la cantidad enorme de amigos; vino, fiesta, albricias; ganar dinero haciendo lo que te gusta; ganar dinero haciendo lo que ahora te gusta, en vez de lo que dijiste que te gustaba; pagar todas las deudas; acabar con las cuentas pendientes; leer todos los libros de la estantería; ver todas las películas de ese director cuyo nombre no se te pega; ser formal cuando hace falta, tonto cuando hace falta, divertirse de lo lindo en este pequeño pedacito de tiempo y espacio que llamamos vida y que compartimos con tanta gente y de la que tanta gente termina siempre decepcionada; un artículo sobre las mujeres más pinches rudas que nos ha dado el cine de Hollywood; veinte borradores de algo en una libreta que un día tuvo un encabezado, una razón de ser y ahora es el papel en donde apunto los números de teléfono que no debo de olvidar en quince minutos; limpieza dental obligada por la fresca brisa a siglo XVIII que mi fisiología no se cansa de emitir como si fuera la personalísima firma de su existencia, su razón de ser; tú y yo, no ellos, tú y yo, solamente tú y yo, entrando a un estúpido café, por un estúpido motivo, incapaces de reconocernos, a la distancia de todo lo que un día creímos.
.2 graffiti de laberinto

|ET al ~ El hilo del Minotauro, cuentistas mexicanos inclasificables (Alejandro Toledo). México: FCE, 2006; 501 páginas.
Hablar de lo inclasificable, ya por sí mismo, es un albur del que no se suele salir intacto; hablar del cuento inclasificable en un contexto en donde se traslapan y desdibujan al tiempo, aproximaciones estilísticas, estéticas, demográficas, mercadotécnicas, económicas, culturales, políticas y sociales, tal como el contexto literario mexicano, más que un albur, se antoja a caída libre; pronto cualquier clase de margen, de definición, desaparece y los debates vienen y asoman su cabezota de bruja de siempre: que qué carajos es la literatura y qué carajos es lo mexicano y si su hijo, la literatura mexicana, fue a primaria pública o a colegio de paga y si es hipster o hippie o qué, porque el chavo huele chistoso; que si los cánones y que si el cánon, que cómo le hacemos para distinguir un cuento largo de una novela corta, que qué carajos hacía Salvador Elizondo y así.
Toledo, para explicar la composición de su antología, no se anda por las ramas: pero lo canónico, dice, para decirlo con Papini y Borges, es sólo un espejo que huye, un libro de arena, para luego hacerse de un machete cortazariano, explicando que la mejor forma de pescar al bicho es por el escritor, y a este reglamentarlo: hay escritores “famas” y los hay “cronopios”; a los famas les gusta presentarse como serios escritores profesionales, que creen que por ser conocidos serán leídos [y que] de esa manera justifican su obsesión por la foto o el titular de diario; a los cronopios les gusta el mole de guajolote, extravagantes y raros ellos, ejercitan el arte de la informalidad, gustan de las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven de nada; de aquí a definir la antología, el choro es corto: este es un tabique sobre las obras de los cronopios.
Anacrónicos y en general contentos con el pobre lector que llega a sus páginas, por descuido, por naufragio (y sobre el lector cronopio se podría decir mucho, tal vez, de alguna forma, en algún texto que inevitablemente también sería raro); su santuario suele estar compuesto por ese cuento que parece difícil de abordar y al que nadie más le dedicará ni el diez por ciento de lo que él estará dispuesto a donarle; sus temas nunca serán retomados, o sí, cuando por designios igual de extraños, se pongan de moda; sus argumentos son azarosos, a menudo autistas; su prosa, por allá, escalofriantemente cristalina, pulcra y por acá, críptica, intimidante.
La colección abre, como mejor advertencia, con una pieza llamada el señor de palo de Efrén Hernández; qué tal vez sea mejor recordado por el cuento tachas, delicia del estudiante de literatura en México con la que más temprano que tarde terminará topándose; la pieza, centenaria, se antoja a poco de comenzarse, como un arduo ejercicio de escritura automática, un bonche de cuartillas de esas de las que poco se entiende y se sigue y con la que los lectores congraciados con la narrativa formalita y redonda saldrán corriendo a eso de la décima cuartilla. Es un cancerbero formidable. A los lectores que salgan caminando de ahí, se les convidará con La noche de los cincuenta libros de Tario, que, al igual que El entierro de Amparo Dávila, se encuentran aquí por derecho y aunque de hecho gocen de una saludable nómina de lectores enamorados de sus páginas.
Las mayores sorpresas, a juzgar el equilibrio entre trama y narración, el desenlace y el goce que se ofrece entre sus páginas, se encuentran en La Sunamita, El cisne de Umbría y las dos piezas de Adela Fernández que podrán tratarse de los trabajos más breves, pero también de los mejor escritos y los más amargos; estos, junto a las piezas de salida, La alienación también tiene su belleza, de Cristina Rivera Garza y Birmania de Pablo Soler Frost (historias cursis, cursis, con finales que son casi un puntapié en la panza, pa’ que amarren), remansos en donde al lector se le garantiza un paso ligero, una narrativa franca que se centra en el tópico y no se la mastica en chingaderitas líricas, con desenlaces que recompensan bien la paciencia de llegar hasta ahí. Mención aparte merece La llama de aceite del dragón de papel, de Daniel González Dueñas, en donde el engañoso tono oriental a pocos pasos del final irá dejando los resabios del Bradbury de las doradas manzanas.
Y luego a cobrar la advertencia del señor de palo, la del prólogo: los trabajos de difuminado entre el lenguaje poético y el del ensayo, vigentes en la ya, algo clásica, disertación sobre las telarañas de Hiriart, y esa cosa legible que es V1-T5-77 de Samuel Walter Medina, junto con el manifiesto de amor de Guillermo Samperio. Luego, los que deben relatarse como experimentos, juegos dedicados a tensar alguno de los ejes de composición; el de la secuencialidad (el descarnado, Salvador Elizondo; circulación cerebral, Gerardo Deniz), perspectiva (falco, Humberto Rivas; La última sorpresa del apotecario y “24 de Diciembre de 19…”), el empleo de un lenguaje coloquial (Acuérdense del silencio y La averiguata, de Daniel Sada), que vendrán a puntear el perfil definitivo de una antología compuesta como si fuese un fractal, anacrónica, excéntrica, rara; una antología también, cronopia.
.3 estudio
Mis versiones anteriores como si fueran fantasmas; el mundo por el que camino que se puede ver así, como una casa encantada cuyas largas galerías y pasillos dan cuenta de una historia que a fuerza de las ediciones de emergencia que he tenido qué practicarme, está rota e inconclusa. Puedo verme: caminando por ahí, hacia donde ya no recuerdo que iba, haciendo quién sabe que con sabe qué cosas; siluetas apenas, de mí y de los rostros que han atestiguado las innumerables veces en las que he desaparecido para siempre del lienzo.
.4 método peligrosísimo
Hablando de cánones: si tuviera que citar la trayectoria de un director de cine como lo que yo creo que es una señora trayectoria como director de cine, tendría que decir David Cronenberg. The Crazies, Rabid, Videodrome y la volátil intención de, junto con otros artistas, ir componiendo una escuela, una tendencia plástica (the new flesh); junto a ese cortometraje que todavía me da bastantes escalofríos, que realizó para un festival de cine en su natal Toronto y que creo que todavía se puede encontrar en yt; conforman lo que para mí podría ser uno de los directores más significativos de la segunda mitad del siglo pasado (ay, para inocencias, las de tratar de generalizar, fijar un lapso de tiempo como ese); carajo, con todo y su tendencia a narrar bajo métodos no convencionales y haberse aventado cosas como dead ringers o existenz, en donde alguien, en algún momento, va a construirse un revólver a partir de los huesitos de un animal rostizado y servido a la mesa, también están The Fly y a history of violence.
Un día hace muchos años y como muchos otros me encontré intentando descifrar los apuntes de Carl G. Jung, acerca del inconsciente colectivo y así, una cosa como un método peligroso, con el célebre, y el aún más célebre Freud, de protagonistas, no sonaba nada mal, nada mal en verdad. Es lindo cuando uno va al cine a ver qué descubre detrás de una sinopsis con algunos elementos que uno quiere ver en el cine, es mejor cuando a un minuto de la película, aparece un nombre como David Cronenberg en los créditos, dirigiendo; es épico cuando tantos elementos de lo que bien hubiera podido valer dos veces el precio del jodido boleto, lo deja a uno con varias interrogantes un tanto penosas, como por ejemplo, ¿qué chingados acabo de ver? Y ojo, Cronenberg no me la vende, adoro Videodrome por ser una película de argumento extraño, filmada con un presupuesto que se antoja para no alcanzar una caja de gansitos y un montón de escenitas bizarras que apenas y alcanzan a dibujar la intentona de establecer metáforas entre la mass media y la fisionomía humana.
Sí, Cronenberg es o era capaz de resolver una película ajustable a esa descripción; pero luego tenemos un método peligroso, en donde los diálogos no son extraños, sino absolutamente ramplones y superficiales, y en donde elementos típicos de la filmografía de Cronenberg, como lo son la sucedánea exposición de una sexualidad atípica, las máquinas que no sabemos para qué carajos sirven ni cómo demonios funcionan y la progenia consecuente a esas sexualidad atípica (a veces, no excluyente de las máquinas que no sabemos para qué carajos sirven) se encuentran al menos desdibujadas: la historia parece dejar en claro dos cosas: que las esposas de Jung y de Freud no pararon de tener hijos jamás, que Jung y Freud hablaban, sobre todo, de Jung y Freud jr y de que las pacientes psiquiátricas siempre son sexosas. Ugh.
.5 seguir caminando
Uno espera al menos el consuelo que en los novelones o las series de televisión gabacha hay para el antagonista, para el personaje confundido, para el que va a colgar los tenis de alguna forma como si fuera la última forma de manifestar alguna clase de convicción que va más allá de las evidencias documentables que el mundo tiene para contar sus historias; y la respuesta es amarga: no hay un cierre de temporada, no hay un fundido a negro, no hay un final de capítulo ni una cejilla de lo que ocurrirá en el próximo; sólo la continuidad asesina, el silencio, la ausencia de un telón que nunca miraremos caer, y mejor nos vamos haciendo a la idea.
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