Nadie entiende mi buen ánimo. Dicen que soy como un niño, que siempre me sorprendo de todo, que soy jovial e inmaduro. Me congratulan por nunca guardar rencores, por dejar a un lado lo malo fácilmente. Les parezco honesto, genuino y exótico. Suelen decir que soy alguien “especial”. Y todo eso es cierto. La gente gusta de estar conmigo por esa y otras razones, y se podrán preguntar si a mí me gusta estar con la gente, y les contestaré con un rotundo y sincero “¡Claro que sí!”. Amo a la gente, y a toda la trato como si la conociera de hace mucho tiempo, aunque la acabe de conocer, pero no escribo estas líneas para presumir mis sentimientos sociales, sino para explicar la triste razón detrás de todo este resplandor que a nadie deja ver mi verdadera personalidad, ni siquiera a mí. Y es que sólo tengo indicios y vagos recuerdos de la personalidad que perdí.
No, no es otra predeciblemente impredecible historia de múltiples personalidades, mejor les haré acompañarme en un día mío para que entiendan de qué hablo.
En este momento estoy saliendo de mi casa. Reviso física o visualmente que traigo dinero en la bolsa, no sé cuánto, pero es suficiente porque hay billetes grandes. Reviso física o visualmente que traigo las llaves de mi casa y de mi carro y reviso también que traiga mi teléfono celular. A veces no recuerdo revisar alguna, pero sí recuerdo que son tres cosas las básicas que no debo olvidar y entonces examino qué puede estárseme olvidando y no salgo hasta recordarlo.
Otras veces olvido revisar, y entonces no hay remedio. En fin, ya puedo cerrar la puerta y lo hago. Entro a mi carro y salgo. Al llegar a la peluquería vuelvo a revisar que traiga dinero, celular y llaves. Me atiende un peluquero. Tengo seis meses yendo cada mes a la misma peluquería, sin embargo, no puedo recordar la cara del peluquero. No tengo idea si es el mismo u otro de los que me han atendido antes. Le pido que me lo corte todo, proporcionalmente.
Ahora tomo una de las revistas que tiene a la mano. Sé que no tiene caso leer nada, lo más probable es que olvide cualquier cosa que lea casi de inmediato, sin embargo, no puedo dejar de leer cualquier cosa que tenga a mi alcance, así sean los ingredientes de un shampoo o la opinión de un economista con doctorado en Harvard sobre las últimas reformas a la ley aduanera en respuesta a las recomendaciones hechas por la OMC y su probable impacto en la economía estadounidense. Eventualmente no recordaré ni los ingredientes ni las reformas, ni siquiera recordaré que olvidé algo, simplemente es como si nada hubiera pasado en ese tiempo.
Le pago al peluquero. Reviso no haber dejado nada antes de salir. Las monedas me las pongo en una bolsa y los billetes en otro. Regreso a mi casa. Titubeo un segundo sobre qué día de la semana es, y también sobre qué hora es. Miro la computadora. Ya. Tengo seis agendas de trabajo, todas con los mismos datos y citas, reviso cada una, no hay discrepancias.
Me siento y miro la pared. Quisiera llorar. En este momento me hablan por teléfono, es Rosa. Platico animadamente con ella, parece estar de muy buen humor y como siempre, la conversación se extiende por una hora completa. Me duelen las mejillas de tanto reírme. Cuelgo.
Tengo hambre. Eso quiere decir que han pasado unas 4 horas desde la última vez que comí, es decir, deben ser las 2:00 pm. Como y luego me detengo a pensar. Tocan a mi puerta. Es la señora de la renta. Llevo un año viéndola dos o tres veces por mes y todavía no sé cómo se llama, o si lo supe, lo olvidé. Platico con ella cerca de dos horas. Gran mujer. Vuelvo a tener hambre. Es decir, son cerca de las 6:00 pm. No quiero hacer cuentas del tiempo, porque sé que no van a ser congruentes. Ya casi es de noche, son las 10:00 pm. Olvidé registrar algunas cosas.
Reviso este escrito, y apenas puedo creer que haya recordado cuántos meses tenía yendo a la misma peluquería, tal vez ni sea cierto.
Busco un test de memoria corta en Google, me pide que memorice 12 palabras. Sólo puedo memorizar dos. Quisiera llorar.
Mis días son tan cortos.
(Imagen tomada de Internet)
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